Pasando mis manos sobre ella, dejé que se impregnaran del aroma de la vida, del apetecible calor que aún emanaba.
La acaricié suavemente, aunque sabía que ella no podía sentirlo.
Le susurré palabras de amor, aunque ella no podía escucharlas.
Recorrí con mis labios su contorno antes de que se enfriara, dejándolos empapados de rojo. Mojados y resbaladizos.
Y así volqué mis sentidos en ella y la tomé mientras aún estaba caliente. Hasta el final. Sin prisa. Sin arrepentimientos.
Sólo cuando acabé con ella contemplé con lánguida tristeza, desvanecido ya el tibio placer de los deseos satisfechos, sus despojos frente a mi.
Me encantan las tostadas durante el desayuno.
sábado, 7 de noviembre de 2009
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