La carne de la más delicada flor entre mis labios se quebró y el jugo de su alma se escurrió por mi barbilla.
Hacía días que te espiaba furtivo, un juego dulce y efímero que transcurría ajeno a las mentes de la multitud que nos rodeaba todas las mañanas. Hacía tiempo que en mi imaginación, tu tallo inmaduro me apretaba la pelvis y mojaba mis muslos.
La primera palabra fue un sonido, ligero, carente de significado. Lo único importante era que me habías hablado, que gesticulabas en mi dirección, rozando sensualmente tu exquisito antebrazo con un dedo juguetón. Sentí que me latía fuerte el pecho y que me costaba respirar. Un súbito ardor hizo presa en mi entrepierna y sentí algo trepar por mi ingle.
Alguien detrás de mí miró su reloj y te contestó algo ininteligible. Desviando levemente la mirada, la enfocaste de pleno en mis ojos y, casi violentamente, te giraste en redondo y saliste avergonzada a la calle. Las puertas se cerraron detrás de ti y la distancia se interpuso entre nosotros, mientras mi mirada quedaba prendada en el largo cabello que resbalaba por tu espalda.
Cuando desapareciste en la lejanía sentí que mis ojos tiraban hacia fuera hasta doler insoportablemente, resistiéndose a la idea de perderte hasta mañana. Una gota de algo salado se acomodó insolentemente en la comisura de mis labios. Alcé la mano para secarla y la descubrí mojada de algo rojo y caliente.
Aflojé los dientes, sequé mis labios empapados y me preparé para pasar otro largo día sin ti.
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